viernes, 21 de mayo de 2010

Las cosas que no pasan

Calurosa tarde de primavera. En la frontera entre la tarde y la noche, la despedida del sol parece dar una tregua que, siendo viernes, muchos aprovechan para disfrutar más tiempo en la calle. En una pequeña plaza dos niños observan con su padre el vuelo desordenado e impredecible de dos murciélagos que con su movimiento parecen dirigir una orquesta lejana, emborrachados por el aroma dulzón que chillan las flores de las acacias —¿o son ailantos...?, qué sé yo—. El hijo más pequeño, asustado, pregunta a su padre:
—¿Los 'mrucielagos' comen niños?—dice, escupiendo el nombre del animal impronunciable.
—No hijo, no, tranquilo—responde su padre.
—¿Y pájaros?
—No, tampoco.
—¿Y bicicletas?

Sigo caminando, dando vueltas al orden del mundo que acabo de contemplar, y oigo a lo lejos el sonido de una pequeña campanilla. Pronto me doy cuenta de qué se trata. Un anciano vecino del barrio, afectado de una enfermedad mental que parece haber agravado el consumo del alcohol, camina con paso bastante ligero en un paseo vespertino que es el esbozo, cotidiano y fracasado, de una huida al punto de partida. Aunque el sol se ha ido del todo sigue haciendo calor, pero él va abrigado casi como en invierno, sudoroso y maloliente, con la mirada perdida en el vacío, la barba encanecida y amarillenta por el tabaco y un profundo temblor en ambas manos, que mueve incesantemente, como si quisiera desprenderse de todo. En una de las manos lleva un llavero con siete u ocho llaves, que agita involuntariamente y a cuyo reclamo todos se vuelven a su paso, en señal primero de atención y luego de desprecio.

Sólo el lo sabe. Que ese gesto y ese sonido que sale de su mano rememora la llamada de la esquila que de niño le enseñaron a agitar para recordar y espantar la muerte. Al pasar a mi lado sonríe imperceptiblemente, tan sólo un segundo, como si supiera que yo, cómplice, conozco su secreto.

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