domingo, 2 de mayo de 2010

Las cosas que no pasan

El viernes pasado me compré un libro de aforismos en un bar. Todavía tenían a la venta un puñado de ejemplares, restos de una presentación que su autor había hecho hace más o menos un año allí mismo. Cuando me puse a leerlo, a la mañana siguiente, descubrí al abrirlo que de tanto estar esperando en la estantería detrás de la barra, sus hojas habían adquirido ese típico aroma de inframundo que tiene la mezcla del alcohol y el tabaco altamente concentrados en un espacio cerrado; como el perfume de la resaca que queda en la ropa después de una noche de copas. Y yo, que me había puesto a leer escuchando de fondo el Epitafio de Seikilos interpretado por Luis Paniagua, me encontré de pronto envuelto en una oscura nube noctámbula que parecía exprimir una versión de garito de una canción de Joaquín Sabina, o de algún grupo joven de esos que llaman de rock alternativo. Yo qué sé.

Por un momento pensé que podía ser el propio aroma de la tinta y el papel, en ocasiones también característico; o que incluso el autor y la editorial habrían buscado darle ese toque distintivo y personal a la edición —como en los libros infantiles que ilustran la narración con imágenes que, al frotarlas, desprenden algún olor relacionado con la historia—, un toque que, en todo caso, parecía ajustarse a la filosofía del texto.

De todas maneras, como el olor era un poco fuerte, pensé que lo mejor era orear el libro y lo tendí, junto al resto de la ropa, al aire y la luz de la primavera. Hoy por la mañana, al recogerlo, me he dado cuenta de que algunas páginas y párrafos estaban totalmente en blanco. Al parecer se han evaporado. Eran humo.


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