martes, 4 de mayo de 2010

Dios y el César

Leyendo poemas de Roque Dalton, me he encontrado estas "variaciones sobre una frase de Cristo", escritas a principios de los años 70 del siglo pasado, en un país en guerra y poco tiempo antes de morir asesinado:

I

Dad a Dios lo que es de Dios
y al gobierno fascista del presidente Molina
lo que es del gobierno fascista del presidente Molina.

Yo no pretendo saber desde mi pequeñez
todo lo que es de Dios

Pero sí estoy seguro de lo que debemos dar
al gobierno fascista del presidente Molina.

II

Dad a Dios lo que es de Dios
y al gobierno de los ricos
lo que es del gobierno de los ricos.
Pero
¿qué más vamos a darle al gobierno de los ricos
si con ayuda de su gobierno los ricos ya acabaron
de quitárnoslo todo?

No cabe duda de que una de las escenas más enigmáticas de los evangelios es la del tributo al emperador. Ustedes ya la conocen: después de escuchar las parábolas alusivas al reino de Dios, y al parecer al sentirse aludidos por ellas, la narración dice que los fariseos buscaban un modo de enredar a Jesús con sus palabras. Para ello, le plantearon una cuestión comprometida y enrevesada en aquel contexto de la dominación romana: "¿Es lícito pagar tributo al César?". La respuesta de Jesús, mostrando la moneda de un denario, es de sobras conocida: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" (Mt. 22,15-22).

Desde la Edad Media, la frase del nazareno empezó a interpretarse como una fórmula de equilibrio y no confrontación entre lo político y lo religioso —en un tiempo en el que lo que ya se buscaba era, precisamente, la mutua legitimación de ambos poderes—; y en buena medida esa es la interpretación que se ha generalizado en nuestros días, a modo de síntesis de una laicidad que parte de la diferenciación de esferas entre las iglesias y el estado, lo moral y lo legal, el creyente y el ciudadano. Actualmente es habitual encontrarse la referencia al precepto evangélico en muchos textos de filosofía moral o política, como forma precisamente de reafirmar la separación y no confusión entre lo religioso y lo que no lo es. La sentencia del evangelio de Mateo viene a ser una de las claves de lectura de muchas definiciones de laicidad (la otra podría ser la frase de Grocio "etsi Deus non daretur", pero esa requiere un comentario diferente).

El problema de esa interpretación de las palabras que Mateo pone en boca de Jesús es que sirve para reafirmar aún más la estricta separación entre lo sagrado y lo profano, que muchos podrían pensar que el cristianismo habría venido a difuminar ("la religión de la salida de la religión" que dice M. Gauchet); y además aboca a la privatización de la fe y la identidad religiosa, que no debe traspasar nunca el umbral de la ciudad (o debe quedarse en casa). Una privatización que no sólo no es legítima, sino que resulta imposible: "Cuando entro a una Iglesia me quito el sombrero, no la cabeza", ironizaba Chesterton. Del mismo modo, y ahora que esta tan de actualidad la cuestión de los símbolos, cuando un creyente entra en la ciudad puede quitarse la toca, la kipá o el hiyab, pero no la conciencia. ¿Y por qué ha de quitárselos? (bueno, lo de los símbolos lo dejamos para otro día).

Habermas se pregunta: "¿Puede el estado prescribir a estos ciudadanos [los creyentes] una escisión de su existencia en una sección pública y otra privada, por ejemplo mediante la obligación de justificar sus posturas en la vida política solamente con motivos no religiosos?" (J. Habermas, "la conciencia de lo que falta", en Carta al Papa. Consideraciones sobre la fe, Paidós, 2009, pp. 72-73). La respuesta es que no (aunque ellos tampoco pueden imponer a quienes no tienen esos motivos su propia expresión religiosa, que debe aceptar también la autoridad de la razón "natural").

Hay otra forma de entender la frase de Jesús, diferente a la anterior, pero que no se opone en modo alguno al reconocimiento de la laicidad, sino que, al contrario, la reafirma y radicaliza, al subrayar la soberanía de la conciencia por encima de toda estructura de poder y dominación (sea política o eclesiástica). Desde ese punto de vista, la respuesta de Jesús quiere liberar al hombre de cualquier sumisión. En diálogo con Habermas, Josef Schmidt dice que "la adoración de un solo dios libera al hombre de todos los posibles ídolos y poderes terrenales" (Ibidem, p. 188). Y más clara y radicalmente, la norteamericana Dorothy Day decía que una vez que se ha dado a Dios lo que le corresponde, ya no queda nada para el César. O para el presidente Molina.

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