Hay por lo menos tantas formas distintas de creer como de no creer. En lo que sea, o en quien sea. Tantas como creyentes o increyentes. La de él era una de ellas y hace exactamente ocho años, diez meses y seis días que cambió su forma de hacerlo. Cuando me lo contó, me dijo que se acordaba exactamente porque fue su primera noche de insomnio. Era verano y no podía conciliar el sueño. Por el calor, pensó. Se levantó de la cama y se puso a leer y fue allá, entre las palabras que bailaban en un texto que recuerda de memoria, donde notó que su Dios —el Dios que le había acompañado hasta entonces— se le deshacía y escapaba como si fuera arena entre las manos. Y con Él, toda una vida y una forma de entender el mundo; no la que había vivido, porque era joven, sino la que esperaba vivir.
Me contó que se quedó un buen rato con el libro entre las manos, rumiando despacio la nueva conciencia de una ausencia que hasta entonces había sido promesa y ahora sólo era destierro; y cayó en la cuenta de que para él, curiosamente, la experiencia de la finitud era esto: un infinito destierro, para siempre, una condición que empezó con la expulsión del paraíso. Y así le saludó la aurora.
Como si fuera un signo de esa nueva vida, ya no volvió a dormir como antes. El insomnio se convirtió en una costumbre que lo acompañó todos los días de su vida. Para los médicos se trataba de una alteración crónica debido a un trastorno nervioso. Él decía, medio en broma medio en serio, que su origen era otro; que había perdido los dos sueños a la vez y que posiblemente sólo podría recuperarlos juntos. A veces, incluso se hacía la pregunta de si habría llegado a terminar los estudios y se habría consagrado de no haber sido por esa noche de insomnio; o por todas las noches de insomnio que lo habían venido acompañando durante ocho años, diez meses y seis días desde entonces. Hasta ayer, que se durmió para siempre, y aún era joven, con el mismo texto entre las manos.
Me contó que se quedó un buen rato con el libro entre las manos, rumiando despacio la nueva conciencia de una ausencia que hasta entonces había sido promesa y ahora sólo era destierro; y cayó en la cuenta de que para él, curiosamente, la experiencia de la finitud era esto: un infinito destierro, para siempre, una condición que empezó con la expulsión del paraíso. Y así le saludó la aurora.
Como si fuera un signo de esa nueva vida, ya no volvió a dormir como antes. El insomnio se convirtió en una costumbre que lo acompañó todos los días de su vida. Para los médicos se trataba de una alteración crónica debido a un trastorno nervioso. Él decía, medio en broma medio en serio, que su origen era otro; que había perdido los dos sueños a la vez y que posiblemente sólo podría recuperarlos juntos. A veces, incluso se hacía la pregunta de si habría llegado a terminar los estudios y se habría consagrado de no haber sido por esa noche de insomnio; o por todas las noches de insomnio que lo habían venido acompañando durante ocho años, diez meses y seis días desde entonces. Hasta ayer, que se durmió para siempre, y aún era joven, con el mismo texto entre las manos.
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