miércoles, 2 de junio de 2010

Unanimidades

En otra ocasión ya dije que vivimos tiempos en los que el modelo del debate y la argumentación racional lo han ocupado los debates televisivos, con sus eslóganes repetitivos y vacuos, sus trifulcas a propósito de todo, sus insultos y sus gritos, sus diálogos de sordos, sus argumentos ad hominem y sus falacias de manual. No quiero meterme en el jardín de discutir si es la televisión la que "produce" esa cultura del diálogo o simplemente —que no es poco— la "reproduce". Los procesos culturales son complejos. Pero lo cierto es que la lógica del "y tú más" y el "pues anda que tú" parece haber colonizado todo el espacio público.

Una de las variantes de esa dinámica es el fomento de las unanimidades. Se resumiría en la conocida frase: "O conmigo o contra mí", en todo y para todo; de manera que cualquier atisbo de crítica, de desacuerdo o disconformidad se convierte en una traición. Hasta la disidencia debe ser completa, unánime. ¡Si te quemas te vas!. Los matices no están permitidos. Los ejemplos podrían multiplicarse: si usted considera que la actuación israelí desborda todos los límites legales y morales quiere decir que es un antisemita; si critica a Chávez o a los hermanos Castro significa que está de acuerdo con el bloqueo cubano o con el neoliberalismo mundial; si piensa que la política errática del gobierno es un desastre es que es usted un antipatriota; si le parece que Garzón pudo no hacer bien las cosas jurídicamente es que usted es un falangista... En suma, que si no opina en todo como nosotros, es que no es de los nuestros (o es un "tonto útil"). "O Bush o Sadam", nos decían a propósito de la última invasión de Irak, ¿se acuerdan?. El debate y la argumentación queda reducido a un juego de unanimidades sin matices en el que los intervinientes no son más que portavoces o representantes de otros, reproduciendo y repitiendo hasta la náusea un argumentario previamente diseñado. El problema es: ¿quiénes son los nuestros?

En suma: "My country, right or wrong". Construimos identidades —sea políticas, culturales o lo que sea— y las convertimos en totems a los que exigimos pleitesía completa y radical. Hace unos días, escribía Imanol Zubero en su blog que "el principal problema que lastra hoy a la democracia de partidos en España es la teología del unanimismo: la falsa idea, convertida en dogma, de que la única manera de acuerdo posible es el acuerdo sin fisuras, de que la única forma de apoyo aceptable es el apoyo incondicional; la idea de que el militante político debe ser siempre un librador de cheques en blanco. En suma, la conversión de los partidos políticos en instituciones tayloristas, en las que impera una férrea división del trabajo entre los que deciden —pocos, poco variados, poco contrastados y poco evaluados— y los que no tienen otra función que aplicar lo decidido". Instituciones poco democráticas; instituciones unánimes, al fin y al cabo.

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