Es un día lleno de luz. Una brisa suave alivia el calor y susurra al oído mensajes que no sé descifrar. Espero sentado en la parada del autobús, durante un buen rato. A mi lado, dos adolescentes discuten entre sí y con su madre. Todavía no son hermosas, pero buscan aparentarlo, realzando así aún más la artificiosidad de su esfuerzo. Seguramente sienten celos una de la otra y, sea por lo que sea, tratan de herirse con las palabras, acusándose de asuntos sin importancia que para ellas llenan toda una vida. Les cuesta encontrar las palabras necesarias —o estas no quieren llegar a su encuentro, reacias a servir como arma arrojadiza— por lo que en un momento dado, cuando han agotado el escaso repertorio de argumentos, pasan simplemente a mascullar insultos la una contra la otra, mientras su madre aguanta, impotente y desbordada, como quien contempla el resultado de haber tratado de contener con una cuchara un repentino torrente que ahora ya va apagándose poco a poco.
Cuando llega su autobús se levantan, con el rescoldo de la rabia entre los dientes, como esperando un momento más propicio para asestar un nuevo ataque, pero al subir al vehículo la madre tropieza aparatosamente y está a punto de caer, lo que provoca una enorme carcajada de sus hijas, que ríen y se abrazan ruidosa y alborozadamente, de nuevo cómplices.
Cuando llega su autobús se levantan, con el rescoldo de la rabia entre los dientes, como esperando un momento más propicio para asestar un nuevo ataque, pero al subir al vehículo la madre tropieza aparatosamente y está a punto de caer, lo que provoca una enorme carcajada de sus hijas, que ríen y se abrazan ruidosa y alborozadamente, de nuevo cómplices.
La vida misma.
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