martes, 8 de junio de 2010

Huelga

Para los funcionarios públicos en España hoy era día de huelga. Una huelga fundamentalmente testimonial, en el doble sentido que suele dársele a esa palabra. Primero, porque el seguimiento, como se preveía, parece haber sido más bien escaso; y segundo, porque el objetivo de la misma, como se sabía, no era sino «dar testimonio» del malestar de los funcionarios públicos ante las medidas de ajuste adoptadas por el gobierno. En ese sentido, más que una huelga estrictamente laboral, lo que se perseguía era una movilización política, como las propias organizaciones convocantes han venido planteando expresamente: no aspiraban a conseguir un objetivo concreto (la derogación del decreto, la supresión de una medida concreta, la dimisión de alguien...), sino que más bien parecía un ejercicio terapéutico dirigido, bien a aliviar la tensión social, bien a sacar pecho (o "músculo" sindical, como han dicho algunos periodistas).

Hablar de carácter "testimonial" no tiene un sentido peyorativo y no desmerece en absoluto una posible movilización (en otro momento ya hablaremos de la tensión entre el testimonio y la eficacia, algo que aprendimos en su momento, por ejemplo, de Mounier). Sin embargo, en este caso, para muchos funcionarios, el difuso fin de la huelga no parecía compensar el recurso utilizado, a lo que se suma la creciente desconfianza ante los convocantes, las organizaciones sindicales, a las que muchos ven tan responsables de la "organización del desgobierno" en la que se ha convertido la Administración española, como los propios responsables públicos (o en ocasiones puede que más). Que la mayoría de los funcionarios tienen —tenemos— sobradas razones para estar molestos por las medidas adoptadas, por muy inevitables que se presenten, es algo que, en mi opinión, está fuera de toda duda, más aún cuando en los momentos más boyantes de nuestra economía nuestros sueldos también fueron congelados. Pero quizás ese enfado no alcanza sólo a las medidas del gobierno, sino también a la gestión que han venido realizando los llamados "representantes de los trabajadores" (y cuya representatividad en algunos sectores, como la Universidad, es bastante dudosa, lo que no obsta para que sigan conservando la misma cuota de poder).

Ya apuntamos en algún comentario anterior la interpretación que el filósofo Norbert Bilbeny hacía de la crisis actual como "Una crisis de la verdad": "no se dicen las verdades. Hay miedo a perder votos, subvenciones, el puesto en la lista, días de vacaciones. Mientras, nuestra crisis es «una crisis de verdad» porque es la verdad lo que está en crisis". Y así seguimos: las respuestas a la crisis parecen más bien una permanente huida hacia adelante que una apuesta por enfrentar honesta, crítica y radicalmente la realidad. Lo que hemos sido y en lo que nos hemos convertido; y a dónde hemos llegado, claro. Precisamente por eso, en un momento así, y cuando incluso algunos anuncian que lo peor está por venir, es cuando necesitamos esa honradez crítica, todos. Sin embargo, ¿ha probado usted a darse un paseo por la "blogosfera" de nuestros políticos en activo? Desde los más "cercanos", si es que así puede decirse —es decir, desde los concejales de su pueblo o de su barrio— hasta los más "lejanos" geográfica e institucionalmente; desde los del partido en el gobierno hasta los de los partidos de la oposición. Da igual; no encontrará usted en ninguno un ápice de autocrítica. Están todos más preocupados por justificar(se) que por otra cosa. Es como si todos nos hubiéramos convertido en esos personajes de las películas de Woody Allen que van permanentemente al psicólogo, pero no para que les cure, sino para que les dé la razón, para que les justifique. ¿Era la huelga una apuesta para buscar la verdad o una contribución más a su crisis? Esa es y ha sido la duda de muchos.

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