Releyendo otras cosas, hoy me he reencontrado con esta antigua leyenda japonesa, contada por el escritor José Luis Sampedro:
«En un antiguo monasterio el monje jardinero llevaba varias semanas preocupado. Había anunciado su visita el abad de otro cenobio cuyo jardín era reputadísimo, e importaba no desmerecer ante sus ojos. Para eso el monje venía perfeccionando el pequeño microcosmos de su jardín, repasando las ondas de arena finísima que representaban el océano, tallando el boj delimitador, aclarando el musgo y los líquenes que envejecían la roca central, símbolo de la montaña sustentadora del cielo. La víspera de la anunciada visita su propio abad acudió a felicitarle, pero el monje se sentía inquieto ante su jardín: algo faltaba. De pronto tuvo una inspiración. Se acerco al cerezo que descollaba entre los arbustos y sacudiéndolo con cuidado logró desprender de una rama la primera hoja del otoño. La hoja osciló despacio en su caída y se convirtió en una mancha amarillenta sobre el verdor impoluto del césped. El monje sonrió: el jardín perfecto quedaba completado con la imperfección. Ahora sí representaba el cosmos.»
(Sampedro la recogió en su discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua, titulado Desde la frontera, y que puede leerse aquí)
(Sampedro la recogió en su discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua, titulado Desde la frontera, y que puede leerse aquí)
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