lunes, 26 de abril de 2010

Creyentos, no crédulos

A propósito del "caso Garzón" —que en realidad no es un caso, sino tres, y de los que en los días que vivimos resulta casi imposible sustraerse, por desgracia—, el presidente del Congreso de los Diputados, José Bono, ha terciado señalando que los tribunales tienen que hacerse respetar utilizando el sentido común y que "no hay que creer en los jueces, se cree en Dios al que no se ve. Pero no se cree en los dentistas, ni en los periodistas, ni se cree en los jueces. A los jueces les pasa como a los dentistas, que cuando te sacan una muela que no es la que te duele, le dices al vecino que no vaya a ese dentista". En realidad, cuando un juez no te saca bien una muela no puedes ir a otro, pero al margen de eso la afirmación de Bono me ha recordado un viejo librito de dos grandes teólogos españoles que decía que "Creer sólo se puede en Dios. En Dios sólo se puede creer".

Pero no voy a bucear epistemológica ni teológicamente, que no es el caso (y seguramente moriría ahogado). Sin embargo les confieso que, cuando voy al dentista, hago un pequeño acto de fe: espero y confío que cuando él toma en sus manos alguna de sus herramientas, y yo abro la boca, no va a atacarme con ella ni a hacerme algún chandrío. Diríamos que tengo confianza en sus conocimientos y su habilidad profesional. En el caso de los periodistas, el crédito que les concedo es diferente. Y en el de los políticos ni te cuento. Pues algo de eso es lo que señala el Diccionario de la RAE como uno de los significados de la palabra "creer": dar crédito a alguien. No hace falta leer a Luhmann o a Fukuyama para pensar que buena parte de nuestro sistema social —si no todo— se sostiene realmente sobre la confianza (o sobre su falta de ella).

Es verdad que, en el caso de mi dentista, mi confianza viene avalada por el hecho de que él, además de ser un magnífico profesional, es amigo mío. Pero tengo muchos otros amigos a quienes no confiaría en absoluto mi salud bucodental. Y cuando él no está, no tendría inconveniente en acudir a otro profesional, aunque sea un desconocido. Por fortuna, nuestros sistemas normativos han ido armando una serie de recursos para tratar de garantizar al máximo esa confianza (títulos, controles, inspecciones, reclamaciones...). La maquinaria no siempre funciona, es verdad; y entonces aparecen quejas, responsabilidades, etc. (que no se arreglan sólo con cambiar de dentista).

Con los jueces, en parte, también es así. A lo largo de la historia hemos ido confiando en ellos la solución última de los conflictos. Y hemos articulado esa confianza sobre un verdadero acto de fe: la idea de que son, o pueden ser, realmente independientes, imparciales y "sometidos únicamente al imperio de la ley", al margen de otros intereses, poderes o mayorías. En realidad, sabemos que esa objetividad constituye más bien una ficción ideal, una meta inalcanzable; pero a la que no podemos renunciar. Y por eso hemos ido también organizando una serie de normas, formas y fórmulas que hicieran posible, de alguna manera, la confianza en esa objetividad.

El asunto Garzón —y sobre todo, en mi modesta opinión, las estrategia del coro de comunicadores-intelectuales-artistas-políticos que se ha creado en defensa del magistrado— ha venido a echar un enorme saco de tierra cobre esa delicada construcción de naipes. Sea cual sea la decisión de los jueces, ya está viciada: hagan lo que hagan, unos y otros considerarán que la decisión tomada no es sino el resultado de determinadas presiones e intereses. ¿Y sólo es eso?

Reconstruir esa confianza nos va a costar tiempo y esfuerzo. Y algún que otro acto de fe. Pero una cosa es ser crédulo y otra creyente.


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