lunes, 18 de octubre de 2010

Tenis

A última hora de la tarde, cuando la tarde se apaga, aguardo solo, en silencio, en la sala de espera de un centro de salud, bajo una luz incolora e insípida, la misma luz de todas las salas de espera del mundo. Al otro lado del pasillo, en otra consulta, cuatro mujeres —tres jóvenes y una anciana— esperan su turno en silencio; un silencio anónimo y lento, acolchado solo por pequeños ruidos lejanos de voces, pasos y puertas, y que la anciana se empeña inútil y periódicamente en romper, lanzando anzuelos de conversación que sus compañeras de sala no tienen ningún apetito ni interés en morder: sobre el cambio de médico, sobre la enfermera, sobre su dolencia, sobre el tiempo, sobre el recuerdo de su padre... Cuando pueden, las jóvenes esquivan su mirada lanzándola hacia el techo frío y cuando no, sonríen y asienten con la cabeza, entre desconcertadas y amables, como si la anciana les hablara en un lenguaje lejano y extraño, absolutamente incomprensible para ellas.

Entre un comentario y otro, y una y otra cominería, la anciana hace invocaciones, entre suspiros, a vírgenes y santas, pero sin conseguir respuesta ni expresión alguna por parte de su audiencia. Como si fuera un jugador de tenis lanzando pelotas al otro lado de la red en una cancha vacía. Pero no es ofensa ni desprecio la respuesta, pienso; sencillamente, no saben jugar a tenis.

En esas estamos, cuando llega otra mujer que a la primera de cambio responde al comentario de la anciana —qué más da de qué se trata— y comienza un juego intenso con un montón de pelotas pasando de un lado al otro de la sala, por unos segundos; hasta que un altavoz metálico interrumpe el juego llamando a la consulta: ¡Deuce!

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