jueves, 7 de octubre de 2010

Las cosas que no pasan

A diferencia de otros años, este curso son más numerosos los alumnos que acuden a clase con un ordenador portátil. Esta tarde, en el aula, mientras explico aburridas disquisiciones teóricas, un grupo de ellos escucha mientras teclean lejanos —con la soltura y desapego de una cajera de supermercado— en sus pequeñas computadoras de diseño. Imagino que de vez en cuando van tomando notas de lo que digo; y sé que cuando ya están suficientemente cansados de oírme se entretienen consultando el correo, curioseando en internet o comunicándose con alguien. Por un momento, la clase recuerda una pequeña y moderna sala de máquinas donde jóvenes ingenieros manejan con habilidad e indiferencia, desde sus consolas, los designios de quién sabe qué sistema.

En esas estoy, y a punto de dar una vuelta de tuerca más a la diferencia entre dos grandes formas de contemplar la vida social, cuando caigo en la cuenta de que en realidad, desde su minúscula sala de mandos, los pequeños ordenadores van controlando y dirigiendo el ritmo y el desarrollo de la clase. No son sus manos las que teclean al compás de mis palabras, sino al revés: es mi voz la que reproduce la música de oficina que ellos van creando con su teclado, y de la que una coda de silicio y plástico anuncia su inminente final. Hasta que ponen fin a sus operaciones; o a su juego. Guardar cambios, cerrar sistema, apagar equipo: Fin de la clase.

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