Día de playa. Me he venido con una carpeta llena de papeles para un trabajo que tengo que acabar, y que por la tarde reviso durante un buen rato con más voluntad que ganas, haciendo oídos sordos a la brisa, al canto de los pájaros y al rumor de las olas, que es todo junto como una permanente llamada en el hombro.
El contenido de los papeles también echa para atrás: son una pequeña pero espesa fronda de reglamentos locales de participación ciudadana, que dan sensación más de maleza que de bosque. Después de leerlos detenidamente uno tras otro, uno ya no sabe qué es peor, si que nuestros legisladores -municipales, en este caso- tengan imaginación o que carezcan de ella. El caso es que mientras trabajo en ellos no puedo quitarme de la cabeza un chascarrillo que leía el otro día en un libro sobre un extraño pájaro escrito por el fecundo historiador, desaparecido hace un par de años, J. I. Tellechea.
La anécdota me recordaba una norma que yo también conocí de (más) joven. Cuando la vi posiblemente ya no estaba en vigor, pero recuerdo que en la entrada de un pueblo del somontano del Moncayo hace unos cuantos años todavía se leía el cártel en el que se anunciaba al viajero que estaba prohibido blasfemar en todo el término municipal. Tellechea, por su parte, contaba que como era sabido que las mulas sólo arreaban a fuerza de gritos "que gramáticos distraídos calificarían de simples interjeciones y los moralistas hasta los más laxos de blasfemia", en un pueblo navarro un alcalde prohibió severamente blasfemar incluso yendo con mulas, "excepto si iban cuesta arriba". No hay nada como legislar con sentido común para que la norma se revele en toda su tontuna.
Aún me aplico un rato más a desbrozar la selva reglamentaria, alimentando mi escepticismo en la búsqueda de su oculta racionalidad, antes de claudicar a la llamada en el hombro. La de la brisa y los pájaros y las olas...
El contenido de los papeles también echa para atrás: son una pequeña pero espesa fronda de reglamentos locales de participación ciudadana, que dan sensación más de maleza que de bosque. Después de leerlos detenidamente uno tras otro, uno ya no sabe qué es peor, si que nuestros legisladores -municipales, en este caso- tengan imaginación o que carezcan de ella. El caso es que mientras trabajo en ellos no puedo quitarme de la cabeza un chascarrillo que leía el otro día en un libro sobre un extraño pájaro escrito por el fecundo historiador, desaparecido hace un par de años, J. I. Tellechea.
La anécdota me recordaba una norma que yo también conocí de (más) joven. Cuando la vi posiblemente ya no estaba en vigor, pero recuerdo que en la entrada de un pueblo del somontano del Moncayo hace unos cuantos años todavía se leía el cártel en el que se anunciaba al viajero que estaba prohibido blasfemar en todo el término municipal. Tellechea, por su parte, contaba que como era sabido que las mulas sólo arreaban a fuerza de gritos "que gramáticos distraídos calificarían de simples interjeciones y los moralistas hasta los más laxos de blasfemia", en un pueblo navarro un alcalde prohibió severamente blasfemar incluso yendo con mulas, "excepto si iban cuesta arriba". No hay nada como legislar con sentido común para que la norma se revele en toda su tontuna.
Aún me aplico un rato más a desbrozar la selva reglamentaria, alimentando mi escepticismo en la búsqueda de su oculta racionalidad, antes de claudicar a la llamada en el hombro. La de la brisa y los pájaros y las olas...
Parece, además, que la inflación legislativa también tiene sus consecuencias:
ResponderEliminarhttp://www.fedeablogs.net/economia/?p=5526#more-5526
Aunque la causalidad no sea demostrable con un simple dibujito, los gráficos, a veces, hacen evidente lo oculto. Quizá ahí está la racionalidad que no encuentras: engordar la vaca que da de comer al ordeñante, sea diputado, alcalde o inspector de hacienda.