Esta semana, el viernes día 23, hace treinta años que murió Alfonso Carlos Comín. Político e intelectual, Comín apostó con radicalidad desde su juventud por un compromiso que nacía de su profunda experiencia religiosa y de una reflexión política que hundía sus raíces a la vez en las figuras de Charles de Foucauld y de Emmanuel Mounier. Y a través de este último, en el marxismo.
Con esos y otros mimbres, Alfonso Comín fue entretejiendo una vida militante que le llevó a trabajar con el mundo obrero, a pasar por la cárcel y a comprometerse políticamente como dirigente en partidos de izquierda como el famoso "Felipe" —o su referente catalán, el FOC—, "Bandera Roja" o el PSUC y el PCE, y a impulsar el movimiento "Cristianos por el socialismo", del que fue un referente en España. Quizás el título de uno de sus libros —Cristianos en el partido, comunistas en la Iglesia— pudiera servir como resumen de la tensión activa y creativa desde la que concebía su propia militancia, caracterizada por la defensa de la expresión pública —y política— de la fe, por la dimensión colectiva —y católica— del compromiso y por una insobornable esperanza nacida de la experiencia de la Pascua.
Estos días, he celebrado el recuerdo de Comín leyendo dos libros aparecidos recientemente sobre su figura: Comín, mi amigo, de José Antonio González Casanova, catedrático de Derecho Constitucional y compañero de algunas de las aventuras religiosas, políticas y culturales de juventud de Comín (El Lector Universal, 2010); y La cruz y el martillo, del historiador Francisco Martínez Hoyos (Ediciones Rubeo, 2009). Son dos libros a la vez contrapuestos y complementarios: El de González Casanova más próximo a la memoria testimonial y a la reconstrucción casi hagiográfica del personaje; el de Martínez Hoyos más basado en la confrontación de testimonios y fuentes diversas, buscando una semblanza más objetiva, lo que hace también que se muestre un perfil de Comín más contradictorio —que a González Casanova, incomprensiblemente en mi opinión, parece doler. Pero quizás una de las lecciones de esas contradicciones que la vida y obra de Comín nos puede transmitir es la que él mismo aprendió de su maestro Mounier: que el compromiso político —como todo compromiso— es por definición imperfecto.
Cuando hace años conocí la figura y la obra de Comín, la relacioné inmediatamente con la de otro gran testigo del siglo XX: Simone Weil. El Comín expulsado del partido en el que entonces militaba —acusado al parecer de excesivo "testimonialismo"— a raíz de su traslado a Málaga a vivir con su mujer en un barrio obrero —"a lo padre Llanos", podríamos decir— y sus confrontaciones permanentes y directas con quienes le conocieron, me recordaban el famoso encuentro entre Simone Weil y Simone de Beauvoir: "se ve que usted no ha pasado nunca hambre" le espetó en cierta ocasión la "virgen roja" a la compañera de Sartre. Al leer el libro de Martínez Hoyos, he visto confirmada esa intuición en las palabras de uno de los amigos de Comín, el sociólogo Salvador Giner, que lo caracterizaba así: "Admirable e irritante, como Simone Weil".
Comín murió en 1980 aún joven (no había cumplido los 47 años), dejando sin embargo tras de sí una amplia obra escrita (sus Obras agrupan más de 6.000 páginas de escritos agrupados en siete volúmenes) y una intensa militancia política y cultural que la Fundación que lleva su nombre trata de conservar y difundir. Hoy, avivando su recuerdo, he buscado reencontrarme con el Comín que yo conocí hace algo más de veinte años: el de sus libros, el que trabajaba en La reconstrucción de la Palabra. Y realmente no parece que hayan pasado 30 años, sino cien. La búsqueda de Comín —porque eso es también la fe, según él, una intensa e interminable búsqueda— y su intento de conciliar teóricamente y en la práctica marxismo y cristianismo, hoy día podrían parecer a muchos algo trasnochado y demodé, en estos tiempos líquidos en los que todo lo sólido se desvanece en el aire. Y sin embargo, seguimos buscando en medio de la incertidumbre.
En el último número de la mounieriana revista Acontecimiento (95/2010), leía estos días un artículo sobre las "personas-faro", aquellas que "iluminan la existencia de las personas que les rodean". No cabe duda de que Alfonso Comín, por lo que conocemos, fue en vida una de ellas, aunque su luz pudiera a veces incluso molestar —porque todo destello es siempre molesto. Y hoy día, su obra y su recuerdo siguen siendo una importante referencia, aunque parezca débil o lejana, como un faro que ilumina; porque lo propio de los faros no es atraer hacia sí a quienes navegan en la oscuridad, sino servir de referencia para evitar que otros encallen en su propia travesía.
Estos días, he celebrado el recuerdo de Comín leyendo dos libros aparecidos recientemente sobre su figura: Comín, mi amigo, de José Antonio González Casanova, catedrático de Derecho Constitucional y compañero de algunas de las aventuras religiosas, políticas y culturales de juventud de Comín (El Lector Universal, 2010); y La cruz y el martillo, del historiador Francisco Martínez Hoyos (Ediciones Rubeo, 2009). Son dos libros a la vez contrapuestos y complementarios: El de González Casanova más próximo a la memoria testimonial y a la reconstrucción casi hagiográfica del personaje; el de Martínez Hoyos más basado en la confrontación de testimonios y fuentes diversas, buscando una semblanza más objetiva, lo que hace también que se muestre un perfil de Comín más contradictorio —que a González Casanova, incomprensiblemente en mi opinión, parece doler. Pero quizás una de las lecciones de esas contradicciones que la vida y obra de Comín nos puede transmitir es la que él mismo aprendió de su maestro Mounier: que el compromiso político —como todo compromiso— es por definición imperfecto.
Cuando hace años conocí la figura y la obra de Comín, la relacioné inmediatamente con la de otro gran testigo del siglo XX: Simone Weil. El Comín expulsado del partido en el que entonces militaba —acusado al parecer de excesivo "testimonialismo"— a raíz de su traslado a Málaga a vivir con su mujer en un barrio obrero —"a lo padre Llanos", podríamos decir— y sus confrontaciones permanentes y directas con quienes le conocieron, me recordaban el famoso encuentro entre Simone Weil y Simone de Beauvoir: "se ve que usted no ha pasado nunca hambre" le espetó en cierta ocasión la "virgen roja" a la compañera de Sartre. Al leer el libro de Martínez Hoyos, he visto confirmada esa intuición en las palabras de uno de los amigos de Comín, el sociólogo Salvador Giner, que lo caracterizaba así: "Admirable e irritante, como Simone Weil".
Comín murió en 1980 aún joven (no había cumplido los 47 años), dejando sin embargo tras de sí una amplia obra escrita (sus Obras agrupan más de 6.000 páginas de escritos agrupados en siete volúmenes) y una intensa militancia política y cultural que la Fundación que lleva su nombre trata de conservar y difundir. Hoy, avivando su recuerdo, he buscado reencontrarme con el Comín que yo conocí hace algo más de veinte años: el de sus libros, el que trabajaba en La reconstrucción de la Palabra. Y realmente no parece que hayan pasado 30 años, sino cien. La búsqueda de Comín —porque eso es también la fe, según él, una intensa e interminable búsqueda— y su intento de conciliar teóricamente y en la práctica marxismo y cristianismo, hoy día podrían parecer a muchos algo trasnochado y demodé, en estos tiempos líquidos en los que todo lo sólido se desvanece en el aire. Y sin embargo, seguimos buscando en medio de la incertidumbre.
En el último número de la mounieriana revista Acontecimiento (95/2010), leía estos días un artículo sobre las "personas-faro", aquellas que "iluminan la existencia de las personas que les rodean". No cabe duda de que Alfonso Comín, por lo que conocemos, fue en vida una de ellas, aunque su luz pudiera a veces incluso molestar —porque todo destello es siempre molesto. Y hoy día, su obra y su recuerdo siguen siendo una importante referencia, aunque parezca débil o lejana, como un faro que ilumina; porque lo propio de los faros no es atraer hacia sí a quienes navegan en la oscuridad, sino servir de referencia para evitar que otros encallen en su propia travesía.
chapeau
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