miércoles, 8 de noviembre de 2017

Difícil libertad


Escribía E. Lévinas en Difícil libertad: "Es necesario pues no aceptarse espontáneamente y, en consecuencia, comenzar por tomar distancias con respecto a sí, verse desde fuera, reflexionar sobre sí; compararse con los otros, reducir pues esta identidad personal que uno es en otros tantos indicios, atributos, contenidos, cualidades, valores; analizarse, acuñarse. La institución que encarna este espíritu se llama Universidad".

Vivimos una época en la que la Universidad (y sus rersponsables) ha (¿hemos?) renunciado a ese espíritu de libertad, de reflexión y crítica; y son un puñado de jóvenes estudiantes (y algunos profesores), auténticos héroes de nuestro tiempo, quienes lo están manteniendo, a cara descubierta. Vergüenza para los primeros, respeto para los últimos.

viernes, 20 de octubre de 2017

miércoles, 4 de octubre de 2017

Decidirlo Todo


Un viejo amigo y maestro decía a menudo que el adolescente es el que quiere el milagro: lo quiere todo y lo quiere ya. Me he acordado de esa frase al encontrarme de bruces con este cartel en el campus. Sí, hace tiempo que lo del derecho a decidir se nos ha ido de las manos, pero siempre cabe una chirriante vuelta de tuerca más: aquí proponen un movimiento de estudiantes para decidirlo "Todo". Con lo complejo y delicado que es decidir sobre cada cosa, he pensado, y la cantidad de cosas que hay, como para hacerlo con todas ellas. ¿No es mejor repartirnos, confiadamente, el trabajo?¿no ha sido esa diferenciación de esferas y competencias, además, la dinámica de la historia para evitar el "totalitarismo" de los que lo deciden "Todo"?

viernes, 29 de septiembre de 2017

La patria es un lugar de paso

Vivo en una ciudad cuya mayor virtud es hallarse en una encrucijada. El clima no es amable —nueve meses de invierno y tres de infierno, se dice— y el viento suele ser impertinente y riguroso.

Tal vez eso es parte de lo que configura el carácter de la gente: un cierto escepticismo, socarrón, sin poso de amargura, al que llaman somardez, que nada tiene que ver con la desconfianza ajena, y que tiende a valorar la importancia y el peso de las palabras —parcas— y el valor de los pactos. No sé si será por eso que dicen que comercialmente es una plaza difícil, que suelen usar para encuestas y pruebas —ciudad piloto: si algo funciona aquí…

Como tantos otros, yo no nací aquí. Pero quizás por eso me siento a gusto en una ciudad abierta, que es cruce de caminos, en el que nadie pueda sentirse dueño ni extranjero: mi patria es un lugar de paso.

En los últimos días, en un gesto extraño y raro en la ciudad, algunos balcones han comenzado poco a poco, sin aviso ni convocatoria previa, a llenarse de banderas. 


Mientras rebusco y curioseo en una librería alguien pregunta, con los aires de superioridad intelectual del clérigo, a qué se debe esa circunstancia.

—Los símbolos no se eligen —le digo—, vaya usted a saber. Yo pienso que son las ganas de mostrar que a pesar de las diferencias y los límites y los conflictos, o precisamente por eso, merece la pena vivir juntos. La verdadera patria, como esta ciudad, es una encrucijada, es un lugar de paso.

jueves, 21 de septiembre de 2017

La pajarera del alma

"(...) pongamos en nuestras almas una pajarera para pájaros de todas clases, para aquellos que van en bandadas separados de los otros, para aquéllos que van en pequeños grupos, y para aquéllos que vuelan solos por todas las partes que convenga" (Platón, Teeteto, XXXVI, § 197d).

sábado, 16 de septiembre de 2017

Dos libros

¿Para qué leemos?¿qué buscamos en la lectura?¿o a quién buscamos? “Los livros son komo los jouetes ke se dan a los tchikos —escribía en sefardí Marcel Cohen—. Komo los jouetes los livros dan un poko de repozo. Esto es. Ama no te olvide ke, en kada livro, siempre es el silensyo ke se gana la mijor parte” (Letras a un pintor ke kreya azer retratos imaginarios). En el silencio que dejan los libros, cuando lo dejan, encontramos algo de eso (o de alguien) que no sabiamos que andábamos buscando.

En las últimas semanas, dos libros me han dejado un profundo silencio en el alma: Puerta principal, de Guadalupe Arbona, y 22 de Paule San Salvador del Valle Arana. En realidad son dos libros muy distintos, tanto por lo que cuentan, como por el estilo y la forma de contarlo. Pero tienen mucho en común: ambos son los diarios de una enfermedad.

Puerta Principal, de Gudalupe Arbona, toma su título de un verso de Raymond Carver: “Today my heart like the front door stands open for the first time in the months”. La puerta principal es el acceso más importante para que entre algo o alguien, el corazón que se abre de repente, el deseo que se enciende, la experiencia de la gracia que se revela en todas las cosas. Con atención amorosa, y al estilo del maestro José Jiménez Lozano —que  también pasea por las páginas del libro—, su autora va desgranando y recorriendo los instantes del vivir de diez meses de encrucijada.
 
22 son los años que tiene Paule San Salvador del Valle Arana; 22 es el año en el que vive y escribe su relato, el diario interior de su lucha contra la enfermedad (sobre la historia de Paule y de su libro, ver aquí). 22 es un libro lleno de vida que habla de la enfermedad y de la muerte.

En los dos casos, en el de Puerta principal y en 22, el relato es la vía no ya de la sanación, sino de la salvación: la búsqueda del tiempo detenido, del momento antes del momento, o del instante previo en el que todo se juega. Dice el filósofo Javier Gomá que “sólo conocemos la verdad cuando es demasiado tarde”, que “el conocimiento perfecto siempre es póstumo”. Como la belleza. Incluso la belleza de lo inhóspito y de los límites, de la vida que se agarra a nosotros, de aquello que perdura cuando todo parece disolverse.

Lean a Guadalupe Arbone y lean a Paule San Salvador. En su silencio encontrarán también algo de eso (o a alguien) que aun sin saberlo buscamos en los libros.

jueves, 14 de septiembre de 2017

Steve Bannon y los indepes

En Estados Unidos, en las últimas semanas, se ha suscitado una importante polémica pública a cuenta de la suspensión gubernamental de los programas DACA —un programa dirigido a menores inmigrantes— y DAPA —cuyos destinatarios son los padres inmigrantes de hijos estadounidenses y residentes permanentes legales. Entre otras circunstancias porque una buena parte de la Iglesia Católica norteamericana (o al menos de sus responsables) ha defendido a los inmigrantes y ha criticado abiertamente la suspensión de dichos programas, a lo que el antiguo consejero presidencial, Steve Bannon, respondió diciendo que los obispos católicos defienden a los inmigrantes porque necesitan llenar los bancos de sus iglesias (véase una referencia de la polémica aquí). El hecho de que el mismo Steve Bannon sea católico llevaba a algunos a reflexionar sobre las contradicciones de defender determinadas medidas o programas políticos (por ejemplo aquí). La cuestión es tan antigua como la existencia misma del cristianismo o de las religiones. Y en el caso norteamericano, además, en un contexto en minoría, que parecía obligar en muchos casos a quienes profesaban una fe a demostrar su patriotismo. 

La polémica con Bannon me ha hecho pensar sobre cierta confusión que me asalta últimamente en relación con las tomas de postura de buena parte de la Iglesia católica catalana a propósito de lo que se ha dado en llamar el Procés y el reciente golpe de estado del Parlament dirigido a la convocatoria de referendum y la declaración de independencia. Que en algunos casos se muestra de una forma desvergonzada en imágenes de frailes y monjas sosteniendo pancartas o banderas o de amigos y hermanos participando y apoyando en convocatorias en apoyo del referendum y la independencia.


Digo que me sorprende porque, curiosamente, esa parte de la iglesia catalana (que imagino que como los obispos norteamericanos también defenderá la doctrina social de la Iglesia sobre la inmigración o las fronteras) parece alinearse con las tesis de Bannon al apostar por privar de sus derechos a unos cuantos millones de personas en un territorio que, como viven allí o allí nacieron, han decidido que es de su propiedad. Y lo más chocante es que esa sea también la postura de muchos de aquellos que conforman lo que en Estados Unidos —por seguir con la analogía— llamarían la Catholic Left: de aquellos que por un lado defienden a los refugiados y al ser humano en general pero abominan de los vecinos españoles en particular. Porque en realidad, en el fondo, de lo que se discute es de eso: de convertir a millones de personas en extranjeros, de privarles de los derechos civiles, políticos y sociales de los que ahora disfrutan en un territorio, para que a partir de ahora sólo los disfruten unos pocos (el diplomático Juan Claudio de Ramón lo expresaba muy claramente aquí).

Se me dirá —lo sé—, que quienes defienden el referendum no están necesariamente a favor de esa privación de derechos que la independencia conlleva, sino únicamente el derecho “democrático” a decidir por parte de la ciudadania. ¿De toda la ciudadanía?¿o de sólo esa parte que se va a quedar con los derechos? Y en cualquier caso, ¿defenderían la convocatoria de un referéndum para promover la pena de muerte en nuestro pais?¿o para favorecer la expulsión de los inmigrantes del territorio nacional?¿o para que una parte de la población —las mujeres, por ejemplo; o los mayores de setenta años— no tuviera los mismos derechos políticos? Más aún cuando, como se sabe, todo el Procés constituye una forma abierta y decidida de impulsar la ruptura y la fractura social. Porque además de las formas y los procedimientos (que también, porque no hay derechos sin Derecho), el Estado de Derecho tiene que ver con eso.

Muchos de ellos dirán también —y también lo sé, me lo han dicho— que no creen en ninguna patria, que no defienden ninguna bandera; pero, curiosamente, a la hora de la verdad soportan mejor unas banderas que otras y a la postre se alinean bajo la pancarta de la patria más pequeña y la más enriquecida.

Escribía hace años Imanol Zubero en un texto que habría que enmarcar y colgar de todas nuestras Iglesias y conventos que “una de las consecuencias del individualismo moral (y de su reverso, el fundamentalismo moral) característico de nuestra época es la miniaturización de la comunidad. No es que la solidaridad desaparezca, puede hasta aumentar: cada vez más la referencia al 'nosotros' es central, siendo la base de la eclosión de todo tipo de localismos, etnicismos, nacionalismos (también de estado) o fundamentalismos; pero ésta se reduce a círculos cada vez más reducidos e inconexos. La más férrea solidaridad con el intragrupo y su conservación puede coincidir y hasta impulsar la confrontación brutal con el exogrupo y su eliminación”. En el relato bíblico esa es la perspectiva de Caín, que elude la responsabilidad sobre su hermano, a diferencia del Samaritano. “Lo mejor de la historia humana —concluía Zubero— tiene que ver con la progresiva extensión de nuestra obligación moral más allá de la familia, de la tribu, de la nación. Tendencialmente la Humanidad se está convirtiendo en una sola comunidad. No hay, pues, disculpas, para no empeñarnos en la tarea de construir la Humanidad como categoría ética, ampliando hasta el máximo los horizontes de nuestra solidaridad”.

Quizás todos —y algunos más que otros: Bannon y los indepes— deberíamos hacer un buen examen de conciencia sobre cuál es el tipo de humanidad y de solidaridad que  estamos construyendo.