jueves, 14 de septiembre de 2017

Steve Bannon y los indepes

En Estados Unidos, en las últimas semanas, se ha suscitado una importante polémica pública a cuenta de la suspensión gubernamental de los programas DACA —un programa dirigido a menores inmigrantes— y DAPA —cuyos destinatarios son los padres inmigrantes de hijos estadounidenses y residentes permanentes legales. Entre otras circunstancias porque una buena parte de la Iglesia Católica norteamericana (o al menos de sus responsables) ha defendido a los inmigrantes y ha criticado abiertamente la suspensión de dichos programas, a lo que el antiguo consejero presidencial, Steve Bannon, respondió diciendo que los obispos católicos defienden a los inmigrantes porque necesitan llenar los bancos de sus iglesias (véase una referencia de la polémica aquí). El hecho de que el mismo Steve Bannon sea católico llevaba a algunos a reflexionar sobre las contradicciones de defender determinadas medidas o programas políticos (por ejemplo aquí). La cuestión es tan antigua como la existencia misma del cristianismo o de las religiones. Y en el caso norteamericano, además, en un contexto en minoría, que parecía obligar en muchos casos a quienes profesaban una fe a demostrar su patriotismo. 

La polémica con Bannon me ha hecho pensar sobre cierta confusión que me asalta últimamente en relación con las tomas de postura de buena parte de la Iglesia católica catalana a propósito de lo que se ha dado en llamar el Procés y el reciente golpe de estado del Parlament dirigido a la convocatoria de referendum y la declaración de independencia. Que en algunos casos se muestra de una forma desvergonzada en imágenes de frailes y monjas sosteniendo pancartas o banderas o de amigos y hermanos participando y apoyando en convocatorias en apoyo del referendum y la independencia.


Digo que me sorprende porque, curiosamente, esa parte de la iglesia catalana (que imagino que como los obispos norteamericanos también defenderá la doctrina social de la Iglesia sobre la inmigración o las fronteras) parece alinearse con las tesis de Bannon al apostar por privar de sus derechos a unos cuantos millones de personas en un territorio que, como viven allí o allí nacieron, han decidido que es de su propiedad. Y lo más chocante es que esa sea también la postura de muchos de aquellos que conforman lo que en Estados Unidos —por seguir con la analogía— llamarían la Catholic Left: de aquellos que por un lado defienden a los refugiados y al ser humano en general pero abominan de los vecinos españoles en particular. Porque en realidad, en el fondo, de lo que se discute es de eso: de convertir a millones de personas en extranjeros, de privarles de los derechos civiles, políticos y sociales de los que ahora disfrutan en un territorio, para que a partir de ahora sólo los disfruten unos pocos (el diplomático Juan Claudio de Ramón lo expresaba muy claramente aquí).

Se me dirá —lo sé—, que quienes defienden el referendum no están necesariamente a favor de esa privación de derechos que la independencia conlleva, sino únicamente el derecho “democrático” a decidir por parte de la ciudadania. ¿De toda la ciudadanía?¿o de sólo esa parte que se va a quedar con los derechos? Y en cualquier caso, ¿defenderían la convocatoria de un referéndum para promover la pena de muerte en nuestro pais?¿o para favorecer la expulsión de los inmigrantes del territorio nacional?¿o para que una parte de la población —las mujeres, por ejemplo; o los mayores de setenta años— no tuviera los mismos derechos políticos? Más aún cuando, como se sabe, todo el Procés constituye una forma abierta y decidida de impulsar la ruptura y la fractura social. Porque además de las formas y los procedimientos (que también, porque no hay derechos sin Derecho), el Estado de Derecho tiene que ver con eso.

Muchos de ellos dirán también —y también lo sé, me lo han dicho— que no creen en ninguna patria, que no defienden ninguna bandera; pero, curiosamente, a la hora de la verdad soportan mejor unas banderas que otras y a la postre se alinean bajo la pancarta de la patria más pequeña y la más enriquecida.

Escribía hace años Imanol Zubero en un texto que habría que enmarcar y colgar de todas nuestras Iglesias y conventos que “una de las consecuencias del individualismo moral (y de su reverso, el fundamentalismo moral) característico de nuestra época es la miniaturización de la comunidad. No es que la solidaridad desaparezca, puede hasta aumentar: cada vez más la referencia al 'nosotros' es central, siendo la base de la eclosión de todo tipo de localismos, etnicismos, nacionalismos (también de estado) o fundamentalismos; pero ésta se reduce a círculos cada vez más reducidos e inconexos. La más férrea solidaridad con el intragrupo y su conservación puede coincidir y hasta impulsar la confrontación brutal con el exogrupo y su eliminación”. En el relato bíblico esa es la perspectiva de Caín, que elude la responsabilidad sobre su hermano, a diferencia del Samaritano. “Lo mejor de la historia humana —concluía Zubero— tiene que ver con la progresiva extensión de nuestra obligación moral más allá de la familia, de la tribu, de la nación. Tendencialmente la Humanidad se está convirtiendo en una sola comunidad. No hay, pues, disculpas, para no empeñarnos en la tarea de construir la Humanidad como categoría ética, ampliando hasta el máximo los horizontes de nuestra solidaridad”.

Quizás todos —y algunos más que otros: Bannon y los indepes— deberíamos hacer un buen examen de conciencia sobre cuál es el tipo de humanidad y de solidaridad que  estamos construyendo.

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