viernes, 29 de septiembre de 2017

La patria es un lugar de paso

Vivo en una ciudad cuya mayor virtud es hallarse en una encrucijada. El clima no es amable —nueve meses de invierno y tres de infierno, se dice— y el viento suele ser impertinente y riguroso.

Tal vez eso es parte de lo que configura el carácter de la gente: un cierto escepticismo, socarrón, sin poso de amargura, al que llaman somardez, que nada tiene que ver con la desconfianza ajena, y que tiende a valorar la importancia y el peso de las palabras —parcas— y el valor de los pactos. No sé si será por eso que dicen que comercialmente es una plaza difícil, que suelen usar para encuestas y pruebas —ciudad piloto: si algo funciona aquí…

Como tantos otros, yo no nací aquí. Pero quizás por eso me siento a gusto en una ciudad abierta, que es cruce de caminos, en el que nadie pueda sentirse dueño ni extranjero: mi patria es un lugar de paso.

En los últimos días, en un gesto extraño y raro en la ciudad, algunos balcones han comenzado poco a poco, sin aviso ni convocatoria previa, a llenarse de banderas. 


Mientras rebusco y curioseo en una librería alguien pregunta, con los aires de superioridad intelectual del clérigo, a qué se debe esa circunstancia.

—Los símbolos no se eligen —le digo—, vaya usted a saber. Yo pienso que son las ganas de mostrar que a pesar de las diferencias y los límites y los conflictos, o precisamente por eso, merece la pena vivir juntos. La verdadera patria, como esta ciudad, es una encrucijada, es un lugar de paso.

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