Vivo en una ciudad cuya mayor virtud es hallarse en una
encrucijada. El clima no es amable —nueve meses de invierno y tres de infierno,
se dice— y el viento suele ser impertinente y riguroso.
Tal vez eso es parte de lo que configura el carácter de la gente: un cierto escepticismo, socarrón, sin poso de amargura, al que llaman somardez, que nada tiene que ver con la desconfianza ajena, y que tiende a valorar la importancia y el peso de las palabras —parcas— y el valor de los pactos. No sé si será por eso que dicen que comercialmente es una plaza difícil, que suelen usar para encuestas y pruebas —ciudad piloto: si algo funciona aquí…
Como tantos otros, yo no nací aquí. Pero quizás por eso me siento a gusto en una ciudad abierta, que es cruce de caminos, en el que nadie pueda sentirse dueño ni extranjero: mi patria es un lugar de paso.
En los últimos días, en un gesto extraño y raro en la ciudad, algunos balcones han comenzado poco a poco, sin aviso ni convocatoria previa, a llenarse de banderas.
Mientras rebusco y curioseo en una librería alguien pregunta, con los aires de superioridad intelectual del clérigo, a qué se debe esa circunstancia.
—Los símbolos no se eligen —le digo—, vaya usted a saber. Yo pienso que son las ganas de mostrar que a pesar de las diferencias y los límites y los conflictos, o precisamente por eso, merece la pena vivir juntos. La verdadera patria, como esta ciudad, es una encrucijada, es un lugar de paso.