Se lean unos u otros libros y periódicos, se escuchen unas u otras tertulias radiofónicas es bastante frecuente que hasta nosotros llegue la idea de que somos una sociedad sin ideas. Una sequía de modelos, concepciones y paradigmas estaría paralizando, o en el mejor de los casos ralentizando, el progreso y evolución humanas. En ese sentido ésta realidad nuestra, huérfana de grandes pensadores, vendría a ser un armazón nuevo con resortes viejos. Cierto es que los sociólogos han pasado a ocupar el papel que en su día perteneció a los filósofos, no sólo descriptores de lo que hay sino de lo que debiera haber o podría haber. De hecho, han sido dos prestigiosos sociólogos de primera fila, Bauman y Touraine, quienes merecidamente acaban de recibir el Premio Príncipe de Asturias a la Comunicación y Humanidades por sus valiosas contribuciones al pensamiento moderno. Pero ¿es casual esa sustitución? Los hechos, los acontecimientos pueden ser casuales pero no parece que puedan serlo las tendencias y estamos ante la presencia de una. No es éste un espacio para la exaltación de la filosofía, poco dada a los altares, sino para reflexionar sobre el porqué de su paulatino abandono. Probablemente la palabra Filosofía tenga para muchos ecos de algo, exótico y hasta esotérico, pero no es así con la Sociología. A ese olvido que la silencia y encubre poco ayuda, desde luego, el vertiginoso ritmo con que cambia todo a nuestro alrededor, el pensamiento blando propiciado por el nuevo lenguaje, el exceso de imágenes e información, el sobrante de morbo y la ausencia del tiempo y el poso preciso para la reflexión. Pero por encima de todo ello y más que ninguna otra causa, es imposible generar ideas sin ideales. Desde luego, si por ideales se entiende una pasión desenfrenada por el consumo que roza la embriaguez, una identificación entre la felicidad y la acumulación de experiencias ociosas, nosotros, sin duda alguna los tenemos. Pero si por ideales se entienden las utopías no especulativas sino espirituales, lo invisible que mueve lo visible sin pretensiones comerciales o crematísticas, mucho me temo que de eso tenemos menos. Tal vez sea momento de reparar no sólo en los medios sino también en los fines, el momento de trascender la idea clásica de la Filosofía entendida como amor a la sabiduría para pasar a una Filosofía esbozada como saber para amar (léase Enmanuel Lévinas). Pues sin amar no puede haber ideales y sin ellos no habrá ideas.
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