P. tiene seis años. A veces, cuando quiere decir algo y no encuentra la palabra adecuada se queda quieto, con la mirada perdida y frunciendo los labios, como en señal de esfuerzo, pensando y rebuscando en su memoria —que es como un pequeño cajón desordenado y lleno de sorpresas— las palabras necesarias; e inmediatamente se queja de que éstas, las palabras, le "caducan". Posiblemente tiene razón. Suele decirse que las palabras se desgastan; y es verdad, a veces se convierten en instrumentos romos e inútiles: tijeras que no cortan, paños que no limpian, bálsamos que no curan, agua que ni lava ni sacia la sed. A veces por el desuso y a veces por el abuso. Y otras, supongo, porque tienen fecha de caducidad. En ocasiones, las palabras caducan.
Empieza el año. El día es fresco y agradable, como el frescor de sábanas nuevas de la primera madrugada del mundo, y como P., por un momento, me pongo a buscar las palabras que lo nombren, que sirvan no sólo para expresar este momento, sino para crearlo. Pero no consigo encontrarlas —mi memoria es un enorme y aburrido baúl desordenado—, me han caducado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario