Ayer sábado, a última hora de la tarde, un grupo de costaleros se entrenan por las calles del barrio de la magdalena, paseando el paso de su cofradía sin imagen ninguna y escoltados por un coche de la policía para ordenar el tráfico. Me los encuentro al ritmo apretado de sus pasos, dirigidos por su capataz como una procesión improvisada en recuerdo de nada. Detrás del paso, como si fueran dos beatas ensayando su propio papel, caminan dos mujeres ancianas cogidas del brazo, acompañando en respetuoso silencio una oración amarga.